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23/10/11

Un torero madrileño



Uno siempre había tenido, en el fondo, la vaga noción de que todos los toreros venían, de alguna manera, del campo. Quiero decir, que aunque les viéramos torear, bien o mal, en la plaza, detrás estaban las tardes de tentaderos en las fincas, los aprendizajes con escarcha, las carreteras de la sierra y las vacas de retienta encerradas en los corrales.

" A Antoñete no le gusta torear vacas. " - me contaba un día Jorge - "Dice que le quitan el sitio". Para añadir a continuación su célebre definición rural: " El campo es un sitio donde no hay bares". Ni tabaco, hubiera añadido el torero.

Una tarde nos invitaron a asistir a un tentadero en una finca cercana a Madrid, la de Felipe Garrigues. Iba a tentar Antoñete. Allá nos fuimos.

Situada en la carretera de los pantanos, o algo así, para los madrileños aquello ya era el campo, con jara en los tesos y huras conejiles a los lados del camino de tierra. Para mí, que venía esos días de la raya de Portugal, aquello era un paisaje suburbano, donde aún perduraba el recuerdo de Madrid, a lo lejos,  y las urbanizaciones cercanas que habiamos cruzado, pasado Brunete.

Para Antoñete debía de ser Finisterre, creo. Sentado debajo del palco, en una cómoda terraza junto a su mujer francesa, apenas prestaba atención a los preparativos de la tienta, ni a los invitados, numerosos, que iban llegando a ella. Sentado con nosotros, se puso a hablar con Jorge de toreros madrileños, de su cuñado Parejo, del clasicismo de Rafael Ortega y terminamos hablando de Curro Vázquez. De quién si no.

No recuerdo a Antoñete tentando esa tarde. Debió de durar poco. El ganadero y otros invitados se hincharon a torear, sin embargo. Sentado de nuevo bajo el palco, el torero miraba a no sé dónde y semejaba compartir el profundo aforisma de Jorge. El campo es un lugar donde no hay ni calles.

Todo era urbano en el toreo, y en la figura  de Antoñete. Desde su nacimiento, en el barrio de las Ventas del Espíritu Santo, sus primeros pasos en los corrales de la plaza, hasta su historia, que se relaciona con la posguerra de una ciudad, Madrid, y las penurias de una familia que había sido republicana en la urbe.

Cuentan por Salamanca que alguno le vio tentar de joven en San Fernando o en Linejo. Puede ser. Pero cuentan muchos más aficionados que la otra noche le vieron en un bar de la Avenida de los Toreros, donde diversos genios del toreo cerraban las persianas primero, el local después.

Madrid era su plaza. Lejos de Madrid no hay tabaco, ni calles, ni tranvías, ni nada. Torear vacas embrutece, el invierno en el campo está lleno de escarchas, y hielos, y caminos sin asfaltar, y tanto tentadero sólo amanera, cuando luego sale el toro de verdad, ya en plena temporada, en plazas con autobús, calor y moscas.

Y así, cuando salía el toro en plena temporada - y normalmente salía en la plaza de Madrid - el torero toreaba. Sin pruebas, en la justa distancia, sin ningún amaneramiento, sin alardes. Y el toreo se hacía sencillo, breve y necesario.

Luego, ocurrieron las faenas memorables, las temporadas en blanco, las retiradas, los viajes a América, las reapariciones, el tabaco. Y la magia de unas tardes en las que, - junto a Manolo Vázquez, que también regresaba de antaño, - descubrimos que el toreo era tan natural, y tan emocionante, y tan largo como lo hacía Chenel.

Claro, que para eso había que no tentar en invierno. El campo, sin bares y sin tabaco, quedaba muy lejos.

Vicente Llorca.

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